Catorce años después de fundarse la Liga ACT, el remo vive seguramente uno de los mejores momentos de su historia. Consolidada la competición con una gestión profesional, unos equipos que dan espectáculo un fin de semana tras otro y unas retransmisiones de televisión impecables, la evolución del remo ha sido tal que ya no hay ni siquiera hueco para la polémica. Los veranos convulsos han dado paso a discusiones bare bare. Expertos hay de sobra para explicar si hay más nivel ahora que hace diez o veinte años, pero hay una seña de identidad que, con excepciones, se mantiene inalterable: los remeros entrenan, compiten y se cuidan como profesionales, pero su deporte es amateur, en el mejor sentido de la palabra. La inmensa mayoría no se lleva un jornal a casa y a lo sumo se reparten al final de la temporada los premios en metálico que han ido sumando de junio a septiembre. En la mayoría de los casos se rema por pura afición y se mantiene uno en el club desde que entra siendo un chaval hasta que lo deja como veterano. En un mundo del deporte cada vez más mercantilizado, el remo es un entrañable rara avis. Predomina el amor a los colores. Y es que hay alegrías y recompensas que no se pagan ni con todo el oro de Moscú.
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