El otro día vino a casa un encuestador del Instituto Nacional de Estadística. Habíamos sido seleccionados (fíjate tú que suerte la nuestra) junto a otras 70.000 familias para colaborar en la Encuesta de Población Activa, la EPA. Colaborar es un decir porque estás obligado por ley. Accedí gustosamente. El hombre comenzó a largar preguntas una tras otra mientras apuntaba mis respuestas en una tablet del siglo XX. Hasta que llegó la pregunta del millón. “¿Estaría dispuesto a trabajar menos horas cobrando menos dinero?”, me preguntó. “Sí, claro, me gustaría trabajar siete horas diarias, como los funcionarios”, dije. Por aquello de que se sintió interpelado, me contestó con una puntualización: “Siete horas y quince minutos”. Me acordé de la encuesta de marras y de los horarios laborales la semana pasada, cuando acompañé a un familiar a renovar el DNI a una de esas oficinas en las que se respira simpatía por los cuatro costados. De entre la media docena de funcionarios que trabajaban a esa hora, reparé en uno. Estaba sentado en una mesa con el listado de los nombres y apellidos de las personas que habían solicitado cita previa para renovar el DNI o el pasaporte. Según entraba el personal por la puerta, les preguntaba su nombre y lo tachaba de la lista. Benditas siete horas y 15 minutos.
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