Me volvió a suceder ayer.
Cedí el paso a una persona en la cola del súper (ella llevaba un
artículo y yo un carro), y me devolvió el cumplido con la expresión de
marras: “Gracias, caballero”. Con una sonrisa, le dije: “De nada, pero
casi mejor sin lo de caballero”. “Entonces, gracias, señor”, me
contestó. “Pues casi como que tampoco”. No era mi intención (se lo decía
de buen rollo), pero la dejé sin palabras. Vamos, que si le llegó a
responder con un “caballero es el que monta a caballo” (alguna vez lo he
pensado), todavía se monta un pollo. No me pregunten por qué, pero no
me gusta que cuando alguien se dirige a mí, me llame señor o caballero.
Tampoco que me hablen de usted, aunque, como ven, en este texto les
hablo de usted (contradicciones que tiene esta profesión). El uso del
don o doña no diré que es rancio para no herir sensibilidades, pero
vamos, como que tampoco. Ya sé que el utilizar términos como caballero o
señora son normas de cortesía y educación, sobre todo entre la
población sudamericana, acostumbrada a emplear el usted como nosotros el
tuteo. Y ya sé que uno va teniendo una edad y la alopecia asoma desde
hace tiempo, lo que provoca que te caigan encima cinco o diez años más
de lo que tienes en realidad. Pero como que no. Así que si alguna vez
les cedo el paso en la cola del súper, basta con un “eskerrik asko,
gazte”. Y tan contentos.
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