Hace unos quince años, una cuadrilla de amigos nos disfrazamos de gitanos. Éramos Loz Eredia. Y para que no hubiera dudas, el nombre estaba escrito en el carromato con el que recorrimos las calles, una y otra vez, de arriba a abajo, durante el Lunes de Carnaval. El carromato estaba tirado por un caballo y era full equip: tenía chimenea, un compartimento, tenderetes con ropa colgando, etc. La idea era que nos acompañara también una cabra, pero la muy cabrona seguramente se olió el percal y la víspera desapareció del monte. Fue la primera y única vez que he poteado a rondas de Tío Pepe. Teníamos nuestro patriarca (Amador) y nuestra matriarca, y luego una prole que daba grima vernos. Qué pintas. Pocas veces he echado tantas risas. Un clan, vamos. Quince años después, no sé si podríamos repetir disfraz en esta sociedad tan políticamente correcta, tan absurda a veces. Te disfrazas de gitano e igual te expones a una sanción por maltrato animal (carromato tirado por caballo) y por atentar contra los derechos del pueblo gitano, y te vienen los forales porque el carro no llevaba la pegatina de la ITV. Vete tú a saber. Una familia de gitanos, vecinos de todos nosotros, payos, se descojonaba cada vez que nos veía pasar con el carromato. Pero de aquello hace ya quince años.
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