"Anoche, salí del portal en el momento en que subía por la calle una chica joven. Íbamos en la misma dirección y caminaba detrás de ella. Hasta que me di cuenta de que estaba acelerando el paso. Giré en la siguiente esquina. Nunca había sido consciente de que yo pudiera dar miedo". La reflexión, publicada en Twitter, es de Xavier Aldekoa, corresponsal de La Vanguardia en África. Más de una, más de dos y más de tres veces he tenido la misma sensación que describe Aldekoa. Y no solo porque soy un tipo más bien grande (mido más de 1,85). Más de una, más de dos y más de tres veces he sido consciente, cuando caminaba por detrás de una mujer, cuando me acercaba a un ascensor y en la puerta había una mujer esperando, o cuando iba a buscar el coche a un aparcamiento subterráneo, de que hay situaciones en las que damos miedo. Como en el caso que cuenta Aldekoa, suelo optar por cambiar el paso o por esbozar una sonrisa. No es una cuestión de paternalismo. Y no es tampoco cuestión de infundir aún más temor en ellas. No conozco a ninguna mujer que alguna vez no haya sentido miedo cuando va sola por la calle. Antes fueron nuestras madres, y ahora son nuestras mujeres, hermanas, cuñadas, tías e hijas. Hasta que no escuchamos el ruido de las llaves abriendo la cerradura, no descansamos tranquilos.
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