Hace la tira de años, Josu Jon Imaz, entonces presidente del EBB del PNV, confesó en la contraportada del El País su afición oculta: planchar. “Me plancho siempre los pantalones los domingos por la noche viendo la CNN, practicando mi inglés. Me relaja un huevo”, dijo. En ese mismo espacio, Odón Elorza había asegurado un año antes que los políticos deberían masturbarse con más frecuencia para aliviar tensiones, pero eso es harina para otro debate porque hoy hemos venido a hablar de planchar. Planchar o no planchar, he ahí la cuestión. “¿Están los millennialsmatando la industria de la plancha?”, se preguntaba el otro día una mujer en Twitter. A decir de una encuesta interna que hemos hecho en nuestro periódico, se diría que sí. Al menos dos redactores de esta casa no tienen una miserable plancha en su casa. Corren malos tiempos para la plancha, una tarea ingrata para sus detractores;relajante para sus defensores, entre los que me incluyo. Entre cocinar y planchar, dame montañas de ropa. En Argentina, hace unos años se celebró el Día de la Camisa Arrugada, una iniciativa de organizaciones no gubernamentales para desconectar la plancha por un día. El fin era ecológico: salvar el planeta. ¿Pero quién salva a la plancha?
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