Zumarraga. Martes, 9 de abril. 12.45 horas. Luce un sol espléndido. Uno de esos días en los que apetece sentarse en un banco y tirarse a la bartola. En una calle de la localidad están alineados todos los autobuses de los equipos que corren la Itzulia. En la puerta de los vehículos están aparcadas las bicis, tecnología punta, una maravilla. Faltan poco más de 45 minutos para que arranque la segunda etapa de la Vuelta y no hay rastro de ciclistas. Asoman dos o tres de los más de 160 que tienen que pasar obligatoriamente por el control de firmas. El resto está recluido en los autobuses, casas ambulantes con los cristales tintados en las que gozan de todas las comodidades. El ciclismo era uno de los últimos deportes en los que hasta ahora el aficionado podía compadrear con los profesionales a pie de calle. No pocas veces te los podías encontrar tomando un café en un bar antes de la salida o bromeando con la chavalería en cualquier esquina de cualquier pueblo del que saliera la carrera. Ahora abandonan los autobuses minutos antes de tomar la salida. “Esto ya no es lo que era”, dice un veterano de la profesión. Afortunadamente, cuando salen de su madriguera siguen siendo tan amables y solícitos como de costumbre. Sin los divismos de otros deportes. Y no miro a nadie.
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