La estación de tren está cerrada. También la de autobuses. El aeropuerto, más de lo mismo. No abren las bibliotecas, ni los museos, ni las piscinas municipales, ni siquiera la Cámara de Comercio. Los vecinos que residen en las zonas más cercanas al litoral deben salir de casa con una acreditación, como quien lleva el carné de identidad en la boca. Está cerrado el acceso a la Grande Plage. Prohibidas las manifestaciones. El tráfico al centro de la ciudad está cortado. No se puede sacar dinero de los cajeros desde ayer. La oficina de turismo, al menos la de Baiona, tampoco abre las puertas. Pero el muy cachondo alcalde de Biarritz, Michel Veunac, pide a los comerciantes que no cierren sus establecimientos y que reine la normalidad, que Biarritz no se escribe con b de búnker. Pocos acontecimientos como el G-7 nos muestran la infinita distancia, en todos los sentidos, que hay entre las elites políticas y el populacho. Nunca siete personas dieron tanto la murga. 36 millones de euros cuesta la broma, solo en lo que se refiere a la factura que paga Francia, incluido el apabullante despliegue policial y militar por tierra, mar y aire. Como diría aquel, el lunes por la tarde, cuando por fin dejen Biarritz, diremos aquello de tanta paz llevéis, como descanso dejáis.
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