Es difícil no sentir empatía con ese pobre chaval que hace unos días, al salir del baño en el aeropuerto de Múnich, se equivocó de acceso, pulsó la alarma de seguridad que no debía y la lió parda. Quienes podemos escribir un libro con meteduras de pata de todos los tamaños, nos sentimos identificados. Servidor, por ejemplo, es un consumado especialista en echar la gasolina equivocada en el coche. Diésel donde había que poner gasolina, y al revés. De ahí que cuando alguna vez pido un coche prestado, su dueño lo primero que me recalca es el tipo de combustible que consume. Por no hablar de los cajeros, endemoniados aparatos que están configurados de manera que lo último que te entregan es el dinero. Es normal que alguna vez se te olvide recogerlo. Como el móvil, que lo puedes dejar olvidado en cualquier lado. En el capó del coche, por ejemplo, después de estar hablando con un vecino sobre lo divino y lo humano. Te lo dejas ahí arriba, en el techo, y circulas un kilómetro hasta casa sin que milagrosamente el móvil bese el suelo. O cómo no olvidar aquel día que compré una de esa cafeteras que anuncia elClooney. Se la regalé a un familiar y a las horas me llamó. Dentro de la caja no había nada: había comprado la cafetera que estaba de muestra en la estantería de la tienda. Tierra, trágame.
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