“Ningún acusado estará en la cárcel más de siete años y medio”. De esta guisa concluía ayer la crónica que publicó El País para dar cuenta de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso Altsasu. Hay que leerlo dos veces: siete años y medio de cárcel por una pelea en un bar que se saldó con la fractura de un tobillo de un guardia civil. Decir que las penas son desproporcionadas es quedarse corto. Todo en este proceso ha sido desproporcionado desde que trascendieron los hechos: la acusación de un delito de terrorismo, el traslado del caso a la Audiencia Nacional en detrimento de la Audiencia de Navarra, la extensión de la prisión preventiva hasta límites extremos o la tipificación de los delitos para que las penas fueran máximas. Por no hablar del proceso paralelo que se emprendió desde determinados partidos políticos y determinados medios de comunicación. Lo que debió ser juzgado como lo que fue (una pelea) ha derivado en un despropósito judicial que el Supremo ha corregido a su manera (sin soliviantar a la Audiencia Nacional) y sin entrar en lo sustancial: la desproporción entre el delito y las penas. Los tribunales europeos posiblemente enmendarán la plana a los jueces españoles, pero entonces ya será tarde. Como tantas veces.
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