Organizar un Mundial de atletismo en Catar es tan disparatado como celebrar una prueba de la Copa del Mundo de snowboard en Etiopía. No ha lugar. Es estrambótico, un disparate. Hay dos argumentos de peso. Uno: las altas temperaturas y la humedad provocan que no se den las mínimas condiciones para practicar atletismo de alta competición. Y dos: no hay público, un ingrediente esencial en todo espectáculo deportivo que se precie. El flamante estadio Khalifa, con capacidad para 45.000 espectadores, está adornado con enormes lonas para tratar de disimular la ausencia de espectadores. Se han vendido un 10% de las 450.000 entradas disponibles. En medio de la opulencia de un país que no es ejemplo de nada, los obreros etíopes que construyen los rascacielos y que viven en la periferia de Doha en condiciones deplorables son de los pocos que dan vidilla a un Mundial en el que su país se ha colgado ya tres medallas. Con el talonario de los petrodólares y a golpe de compra de votos y voluntades de directivos deportivos corruptos, Catar se hizo con el Mundial de atletismo y organizará también el de fútbol en 2022 y el de natación en 2023. En 2015 ya acogió el de balonmano y consiguió la medalla de plata en un equipo con 15 jugadores nacionalizados (la mayoría serbios). Por comprar, hasta compraron a la peña Furia Conquense de Cuenca para que animara a la selección catarí.
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