En 1990 tenía más kilos, más pelo (o, al menos, mejor distribuido) y un futuro sin definir. 19 añitos. En 2019 tengo menos kilos, menos pelo y un futuro más o menos definido. A los 48 años no sabes si eres joven o eres viejo, estás en tierra de nadie. Ni frío ni calor. Por alguna razón que se me escapa, aquel noviembre de 1990 me apunté a la Behobia. Éramos poco más de 4.000 en la salida, que estaba situada un kilómetro antes que la actual. No tengo fotos ni casi recuerdos de aquella mañana. Guardo el dorsal, que encontré el otro día en una carpeta de los tiempos de la uni. Tan solo recuerdo que hice la Behobia con un amigo que iba escuchando la retransmisión de la carrera con unos auriculares. A la altura de los toboganes de Lezo, me informó de que el primero ya había llegado a la calle Ijentea (la meta entonces no era en el Boulevard). Después de aquella experiencia llegó otra, y otra, y otra, y otra... Así hasta 29 veces. Qué necesidad, dirán. Ninguna. Han pasado 30 años pero, en esencia, nada ha cambiado. Bastan unas zapatillas, un par de calcetines, un pantalón y una camiseta para correr. El resto lo hace el público. Un pasillo humano que te hace sentirte durante un par de horas el tipo más feliz del mundo. Pues eso, que como decía el tango, 30 años no es nada. (¿O eran 20?).
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