El Gobierno del muy clasista Boris Johnson se ha puesto flamenco y, a partir del próximo 21 de enero de 2021, exigirá a los extranjeros que quieran trabajar en la Gran Bretaña un contrato de trabajo que incluya un salario anual mínimo de 30.000 euros y pedirá también, entre otros requisitos, un buen nivel de inglés. La medida supone, en la práctica, que el Ejecutivo tory descarta a miles de inmigrantes poco cualificados, que no llegan a ese umbral de los 30.000 euros, que no dominan la lengua de Shakespeare y que no podrían acceder a los trabajos que se oferten en la isla. Pero una cosa es lo que se pregona y otra la realidad de los hechos. Porque hosteleros, empresas del sector de la construcción, la industria del procesado de alimentos e incluso la sanidad pública de Gran Bretaña ya se han apresurado a anunciar que, sin esa mano de obra, el país se puede ir al carajo. Que son precisamente esos trabajadores extranjeros con baja cualificación y mal pagados los que asumen los empleos de camarero, obrero de la construcción o cuidadora que no quieren los británicos de pura cepa. Por no hablar de una cuestión trascendental: los 8,5 millones de británicos en edad de trabajar que son económicamente inactivos.
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