He perdido la cuenta de las veces que he tenido que volver a casa, al coche o a la redacción en busca de la mascarilla porque se me había olvidado ponérmela. De la misma forma que todos los días salimos de casa con el móvil, nos acostumbraremos (mal que nos pese) a salir con la mascarilla. Se va a convertir en un apéndice más de nuestro cuerpo. Y si no, ya estará ahí la policía de la mascarilla para ejercer el macartismo, como en su día hizo la policía de balcón. Porque somos gentes de costumbres y solo obedecemos a golpe de prohibiciones. Si nos recomiendan tal o cual cosa, tendemos a no seguir el consejo hasta que se convierte en obligatorio. Recuerda a esos tramos de carretera en los que está prohibido circular a más de 80 kilómetros por hora. Todos los días superamos los 80 km/h, hasta que instalan un radar, nos fríen con un par de multas y ya entonces pisamos el freno. Más o menos lo que ha sucedido con las mascarillas. Llevarlas es un incordio (no conozco a nadie que esté encantado de ponérsela), pero es un elemento indispensable para frenar los brotes y los rebrotes. Solo un consejo a las autoridades: sería deseable que las órdenes que se publican en el Boletín Oficial del País Vasco fueran un pelín menos farragosas.
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