El otro día vi una foto en la que los reyes españoles (solo quedan dos, ¿no?) paseaban junto a sus dos hijas por una calle de Petra (Mallorca). Si no fuera por la mascarilla, la imagen podía ser en blanco y negro y de hace 40 años. Anacrónica. Vecinos a ambos lados de la acera como quien asiste a un desfile y el cuarteto en formación saludando con una mano, en un gesto que esta gente lo borda. Todo lo que rodea a las familias reales, condes, marqueses y demás tropa (nobleza le llaman, pero ser noble es otra cosa), me resulta rancio a más no poder. De otros tiempos. De esas instituciones que si no existieran, tampoco las echaríamos en falta. Y lo mismo me da que sea en España, Suecia, Reino Unido o Japón. Gentes que dan más que hablar (emérito aparte) por las sandalias que llevan que por su actividad cotidiana. Gentes que inexplicablemente dan nombre a cientos de calles, avenidas, autovías, parques o puentes. Para muestra, el fugitivo. Más de 600 vías públicas del Estado tienen el dudoso honor de llamarse Juan Carlos I o similares. Gipuzkoa y otros siete territorios (el último, Álava) son la excepción. No hay ninguna. En Badajoz hay 50; en Toledo, 48; y en Murcia, 44. Todo un derroche de originalidad.
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