La pandemia ha acabado por enterrar malas prácticas que eran comunes hasta hace nada. Somos más limpios, respetamos las colas pacientemente y acatamos las órdenes de la autoridad competente sin rechistar, terraplanistas y conspiranoicos del 5G al margen. En el ámbito escolar, por ejemplo, cada comienzo de curso los profesionales de 0-3 años advierten a los padres de que está prohibido que los niños acudan a las aulas si presentan síntomas, siquiera leves, de que sufren tos, catarro, diarrea o cualquier otra dolencia de este tipo. Es de puro sentido común que a esas edades la transmisión de enfermedades y los contagios son difíciles de evitar. Y, sin embargo, es frecuente que cometamos el pecadillo de llevar a nuestros hijos de dos o tres años al colegio o la ikastola con síntomas de sufrir una enfermedad, cuando es evidente que se deberían quedar en casa. Se supone que con la crisis desatada por el COVID-19, los profesionales ya no deberán llamar la atención a los padres que incumplen o han incumplido esta norma escrita. El riesgo es más que evidente. Y como la vuelta a las aulas se va a convertir en el asunto central de debate en dos semanas, no está de más recordar que, al menor síntoma, lo prudente, aconsejable y necesario es no correr riesgos y que el alumno no se mueva de su domicilio.
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