A comienzos de marzo, cuando la pandemia era ya un hecho en China y avanzaba puertas afuera del gigante asiático, sobre todo en Italia, casi todos los días me afanaba en leer crónicas y comentarios de expertos acerca de lo que sucedía en ambos países. Por pura lógica, pensaba que lo que ocurría en China, quince días después se repetiría en Italia y, dos semanas después, en estas tierras nuestras. Así que si China encerraba a una ciudad entera manu militari, Italia haría lo mismo y nosotros, ídem de ídem. Los domingos por la tarde resultaba sobrecogedor escuchar, a eso de las seis, cómo las emisores interrumpían el carrusel de fútbol de turno para ofrecer el último balance de víctimas de Italia: 200, 300, 500. Terrible. Ahora le he dado la vuelta a la tortilla y me empapo de informaciones sobre las vacunas contra el COVID-19 (será cosa de mi optimismo patológico), mientras leo, entre asombrado e incrédulo, una crónica de Ismael Arana en La Vanguardia en la que explica que Wuhan, donde empezó todo, es jauja. Los niños van a clase sin mascarilla, la chavalería disfruta en las discotecas hasta las tantas, bares y terrazas rebosan de clientes y los turistas campan a sus anchas. Pero no sé que me da que, al contrario que en marzo, un mes después lo que ocurre en Wuhan no va a tener su réplica en estas nuestras tierras.
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