Visto desde nuestro campamento base, nuestro sofá situado a 40 metros sobre el nivel del mar, la cadena de accidentes que en el último mes se ha cobrado la vida de seis montañeros en la cordillera del Karakorum resulta inexplicable, incomprensible. ¿Por qué jugarte el pellejo en ascender un ochomil? ¿Por qué hacerlo, además, en invierno, cuando se extrema el riesgo? El riesgo es inherente al alpinismo, al menos al alpinismo en las grandes cumbres. En alguna ocasión dijo el malogrado Iñaki Ochoa de Olza que el riesgo era precisamente lo que daba sentido a su vida, y hay quien afirma que la vida sin riesgo no es vida. Aunque parezca un contrasentido, quien asciende un ochomil asume los riesgos que entraña subir por un terreno que no puede controlar porque una montaña es ingobernable, pero se suele guiar por la prudencia. No banaliza el riesgo. A veces sufres un accidente en el sitio más insospechado. Reinhold Messner, que padeció las de Caín en el Himalaya y perdió a su hermano Günther en un infernal descenso del Nanga Parbat, sufrió en 1995 una grave lesión al saltar un muro en el castillo en el que vivía (creo recordar que se olvidó las llaves e intentó escalar el muro). Paradójico. El peligro es el vacío. El vacío que dejan en familiares y amigos las personas que pierden la vida en la montaña
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