A mediados de febrero, la periodista Pilar Eyre publicó que Juan Carlos de Borbón se encontraba grave y se estaba estudiando su traslado a España desde su retiro dorado en Abu Dabi. Les faltó tiempo a los aduladores del emérito para desmentir la información y asegurar que disfrutaba de una salud estupenda. "Está como un oso", llegó a decir la corte de periodistas que agasaja con elogios al excampechano. Lo del oso nos recordó, por cierto, a otro plantígrado, el malogrado Mitrofán. El caso es que el gremio de palmeros, que también incluye a empresarios amigos del Borbón que han pagado durante años sus caprichos (ahora entendemos por qué a los barcos les llamaban Bribón), dijo que estaba en plan titán. El propio exmonarca lo confirmó en una breve conversación telefónica en la que aseguró que hacía dos horas diarias de gimnasia. Solo una semana antes había recibido la visita de sus hijas Elena y Cristina. Si el hombre lucía un estado de salud envidiable, ¿por qué se permitió viajar a sus dos hijas si el resto de los mortales lleva semanas sin visitar a familiares no vulnerables debido al confinamiento? Por puro privilegio. Como en el caso de las vacunas. Dicen que pasaban por allí y se las ofrecieron, como quien va de viaje a Turquía y le ponen un implante de pelo. La jeta la traen de serie.
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