Un suceso o un conflicto nos impacta en mayor o menor medida según la distancia a la que nos encontremos del mismo. Una catástrofe siempre será una catástrofe, pero la amortiguamos con más naturalidad, por expresarlo de alguna forma, si sucede a miles de kilómetros que al lado de casa. Ocurre, sin embargo, que la invasión de Ucrania por parte de Rusia es a las puertas de nuestra casa, en la mismísima Europa, a pocas horas de avión. No vemos la guerra en Ucrania con los mismos ojos que otras guerras como las que se libran desde 2011 en Siria o desde 2015 en Yemen (más de 30.000 muertos en 2021). En cierta manera, resulta hasta comprensible por ese modo que tenemos de observar la realidad. En este caso, sucede también que mostramos una absoluta empatía con Ucrania por la desproporción de fuerzas, porque el proceder de Rusia nos recuerda a tiempos que entendíamos que estaban superados y porque, incluso, siempre hemos sentido cariño por los niños de Chernóbil (también por los del Sáhara) que todos los veranos venían a Euskadi aunque no fuéramos una de las familias de acogida. Por eso, sobrecoge leer los mensajes que todos los días mandan desde Ucrania esos niños (hoy ya jóvenes) a sus familias vascas y sobrecoge aún más ponernos en su situación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario