A veces salgo del trabajo y no recuerdo dónde he aparcado el coche. No sé si les pasa lo mismo. Primero tiro de disco duro para intentar recordar en qué lugar del barrio he aparcado, y luego echo mano de la llave del coche, que voy presionando para ver si se encienden las lucecitas por algún lado. Siempre he encontrado el coche, salvo en una ocasión. Ahora que ha pasado un tiempo se puede contar. Fue en la época más dura de la pandemia, aquella en la que éramos trabajadores esenciales. Salí de la redacción junto a un compañero y me dirigí al lugar donde había aparcado el coche. Sabía exactamente dónde estaba porque esos días de confinamiento apenas había coches. Podías estacionar casi donde te diera la gana. Pero mi coche no estaba. Había desaparecido. Primero piensas que te lo han robado. Luego piensas un poquito más y llamas al depósito de vehículos municipal. “Aquí está”, me contestaron tras detallarles la matrícula. Volví a tirar de disco duro. Ensimismado o eufórico porque al llegar al trabajo disponía de todos los aparcamientos para mí solito y, además, gratis (hubo un tiempo en el que no había que pagar la OTA ), fui a estacionar encima del único paso de cebra en 200 metros a la redonda. Todavía recuerdo las palabras de la trabajadora del depósito de vehículos cuando fui a recogerlo: “Es el único que hemos traído en todo el día”. Tierra trágame.
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