No soy amigo de los animales. Yo nunca los abandonaría porque nunca los adoptaría. Ni perros, ni gatos, ni hamsters, ni pájaros, ni peces en un acuario, ni un inofensivo rebaño de ovejas. Si voy por el monte y me topo con una betizu, ella se va a Boston y yo a California. Huelen mi pánico. Sobre todo, los chuchos. Cuando me cruzo con algún perro que me mira con cara de mala hostia y su dueño me suelta eso de “tranquilo, no muerde, solo quiere jugar”, me temo lo peor. Debo ser un bocado sabroso porque dos veces me han mordido dos perros. Las dos veces con el mismo modus operandi: voy corriendo, paso al lado de una casa y un perro sin atar y con cara de pocos amigos me clava sus colmillos. La última mordedura fue hace cuatro días. Un perro ladrador que no levantaba un palmo del suelo (no me pregunten la raza, no tengo ni idea) me clavó su dentadura en el tobillo. Visita a urgencias (era chapa y pintura), un poco de Betadine y vacuna antitetánica que te crió. Lo desconozco todo sobre el mundo perruno. Tiro de Internet. ¿Por qué muerden los perros? “Tu perro muerde a consecuencia de algo”, afirma contundente un adiestrador en un blog. Palabrita del niño Jesús que no le provoqué. Pero, en fin, que los perros muerden (y los humanos también, que diría el otro).
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