Abro paraguas por si acaso atacan los odiadores. Me gusta Coldplay. Qué digo gustar, me encanta. También me gusta escuchar a Benito Lertxundi, Frank Sinatra, U2 (que también tiene su tropel de odiadores), Itoiz y Janus Lester. La música es como los colores. Unos te pirran, otros no te dicen nada y algunos los aborreces. En los últimos años se te echan encima los apóstoles de la corrección musical si dices que te gusta la música de Coldplay o la de U2. Hace años que U2 no publica un tema de esos que se convierten en himnos y Bono se ha convertido en una especie de embajador del mundo mundial. De acuerdo. Pero te pones a escuchar cualquier canción del U2 de los 80 y 90, y le da mil vueltas a los temas que encabezan hoy las listas de éxitos. Coldplay es de otra galaxia. Sus directos son una combinación de música y show casi a partes iguales. Un mayúsculo espectáculo en el que las canciones se acompasan con la imagen multicolor que se crea en la pelouse y las gradas con las pulseras que recibe cada asistente en la entrada al estadio (y que hay que devolver a la salida). Como se estila en los cines, un espectáculo para todos los públicos, muy visual, con unos efectos de imagen y sonido apabullantes. Dos horas que pasan volando, inolvidables, de una banda que cumple de sobra y más las expectativas que genera.
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