martes, 27 de junio de 2023

Al Tour se va de víspera

Fue en el Tour de 2002. En la decimoprimera etapa, el martes 16 de julio. La carrera salía de Pau y finalizaba en la estación de esquí de La Mongie, que está situada cuatro kilómetros antes de la cima del Tourmalet si se asciende por la vertiente que arranca en la localidad de Sainte-Marie-de-Campan. 

No era habitual que una etapa acabara en mitad de un puerto, y menos aún en uno tan mítico (el más mítico) pero, como siempre, era un aliciente para ir a los Pirineos y disfrutar de ciclismo de primer nivel y del ambiente del Tour en primera línea. Entonces no lo sabíamos pero era un Tour con un ganador de mentira, de los que ganó Armstrong. El tejano no nos gustaba un pelo, pero la carrera tenía el acicate de que corrían también Euskaltel-Euskadi y el Once de Joseba Beloki, un tipo que es imposible que te caiga mal. Desplazarse a ver una etapa del Tour, sobre todo si es en un puerto, requiere cierta logística. 

Durante meses le di la tabarra a uno de mis cuñados para que fuéramos a La Mongie. El plan era irrechazable. Diría más, infalible. Saldríamos de casa a las 5 de la mañana y en apenas tres horas nos plantaríamos en la vertiente del Tourmalet que arranca en Luz Saint Sauveur, por la que no iba a pasar el pelotón. 

Sobre el papel, un plan sencillo. “Subimos en coche el Tourmalet por la vertiente de Luz, y ya veremos luego hasta dónde nos dejan bajar los gendarmes”. Perfecto. En el coche, un Ford Focus gris que se convirtió luego, y para nuestra desgracia, en el gran protagonista de la historia, cargamos incluso una bici con la ilusa idea de subir en bici parte de la ascensión al Tourmalet. 

Tal y como estaba previsto, a eso de las cinco de la mañana pasé a recoger a mi partenaire ciclista y emprendimos la marcha hacia Luz Saint Sauveur. Como la bici no cabía en mi coche y no la quería desmontar porque igual no sabíamos montarla, pedimos prestado un vehículo más grande a un familiar. El dichoso Ford Focus. Fue nuestra perdición. 

A la altura de Argèles-Gazost, a escasos 20 kilómetros de Luz Saint Sauveur, que pasaría ser nuestro campo base desde el que, recuerden, atacaríamos el Tourmalet para luego descender hasta la meta de La Mongie, situada al otro lado del puerto, paramos en una gasolinera a repostar. Mientras mi partenaire iba a asearse a los lavabos, yo eché gasolina alegremente. Llené el depósito de gasolina… pero el coche era diésel (lo supe después). Y lógicamente, aquel coche no arrancó (si a alguien le ha sucedido este equívoco alguna vez, sabe de qué hablo). 

Así que a las 8 de la mañana de un martes de julio estábamos en una gasolinera de Argèles-Gazost, con un coche con la gasolina equivocada y con cara de la hemos cagao. Tiramos de llamada al seguro (los móviles afortunadamente ya existían), que nos mandó gentilmente una grúa y de ahí fuimos a un garaje para que vaciaran el depósito. 

Ahí arrancó la segunda parte. Había que ir desde el garaje a una gasolinera, pillar en un pequeño depósito de plástico un poco de gasolina con la que salir del garaje y volver a la gasolinera del lugar de los hechos para, esta vez sí, repostar diésel. 

 Entre llama a la grúa, vacíame el depósito y arranca de nuevo el coche, se nos fue la mañana y también nuestro infalible plan de ver el final del Tour en La Mongie. Así que tiramos de rutómetro, ya saben, ese papel en el que te ponen a qué hora y por dónde pasa una carrera, y vimos que a pocos kilómetros de la gasolinera circulaba el pelotón a primera hora de la tarde. 

Gracias a un mapa, localizamos una zona, nuestro plan B, donde presenciar el paso del pelotón. Una cuesta de 200 metros pero que, al menos, estaba en mitad de un pueblo con bar y bastante animación. Así que allí paramos, vimos pasar, primero la caravana y luego a los ciclistas camino de La Mongie, y el resto de la carrera por la tele de un bar, rodeados por aficionados franceses que echaban cabezadas entre cerveza y cerveza. 

Eso sí, no me resistí a dejar la bici en el maletero y la saqué pasear al menos para subir aquella tachuelilla de octava categoría. En el puerto de verdad, ese Tourmalet que no vimos ni de lejos, ganó el arrogante Armstrong, que sacó siete segundos de ventaja a Beloki. Al Tour, recuerde, se va de víspera.

viernes, 23 de junio de 2023

Asfaltado Tour

En el último Giro, las cámaras de la RAI enfocaron la fachada de una casa de la que colgaba una pancarta con el siguiente texto: “Grazie Giro d’Italia per l’asfalto nuovo”. El irónico mensaje tenía su explicación. Hay vecinos que, sean del país que sean, pueden estar años reclamando que se arregle la carretera que usan a diario como quien predica en el desierto. Pero basta que las autoridades pidan la salida o la llegada de una etapa para que las carreteras brillen como la patena. En 2018, en las semanas anteriores al Giro se asfaltaron en Sicilia 160 kilómetros de los cerca de 400 que la carrera recorrió por la isla. Y, si no me falla la memoria, en 1992, en la etapa del Tour que salió de Donostia y acabó en Pau, los corredores atravesaron los puertos de Aritxulegi y Agiña, que lucían un asfalto en el que se podía merendar en el suelo sin poner mantel. El problema suele ser que en este país llueve (o llovía) mucho, y esas mismas carreteras que ahora están relucientes (el alto de Aztiria acaba de estrenar asfalto porque el domingo 2 pasa el Tour, noski) acaban agrietándose. Es lo que sucedió con el paso de los años en Agiña y Aritxulegi, una zona preciosa para disfrutar de la bici sin tráfico, por cierto. Resultó que años después una etapa de la Euskal Bizikleta tenía que atravesar los puertos citados... y se tuvo que cambiar el recorrido porque el asfalto estaba en unas condiciones penosas.

viernes, 16 de junio de 2023

‘Be happy, my friend’

Hace 40 años, Tinder era llevar uno de los picos de la camisa por fuera del jersey. Aviso para millennials y demás: si llevabas el pico fuera del jersey, estabas buscando novia o novio. Yo siempre he sido más de niquis que de jerseys, y no sé si ahora eso tiene también su significado. Si un amigo llevaba un pañuelo al cuello, eso ya quería decir que le habían hecho un chupón de aquí te espero. Hace unos días, sentados en una mesa media docena de personas que superamos los 50 años, alguien dijo que entre la chavalería está de moda subir a las redes fotos del sunset y la golden hour. La golden hour vendría a ser ese momento en el que estás sentado en una terraza con varias personas y a ti te está dando el sol en toda la jeta y no llevas gafas de sol. Ese molesto momento en el que tratas sin éxito de evitar los rayos de sol, pero que en el mundo de la fotografía, por ejemplo, es muy apreciado para obtener buenas imágenes. ¿Y el sunset? Pues, el atardecer. Una puesta de sol de toda la vida. En Ibiza suelen aplaudirlas aunque, que yo sepa, no son exclusivas de ningún lugar. Bajando del alto de Lizuniaga o en la Muga 8, en verano suele haber unos espectaculares atardeceres con Peñas de Aia como telón de fondo. Qué digo atardeceres, sunset. Be happy, my friend.

viernes, 9 de junio de 2023

Perurena en el Mortirolo

El ciclismo es de esos deportes en el que un profesional se retira de la competición pasados los treintaipico años, pero nunca deja de andar en bici. Así que un día cualquiera te puedes cruzar con Indurain en la carretera de Huarte a Zubiri, o con Olano subiendo Mandubia.Txomin Perurena colgó la bici en 1979 y nunca más se subió a una, hasta que en 2019 Paco Rodrigo, dueño de Etxeondo, le propuso que, ya que iba a acudir a presenciar el paso del Giro por los Dolomitas, probara a ascender el Stelvio en una bici eléctrica. Una paradoja para un tipo como Perurena, un cazatriunfos tremendo, sobre todo en llegadas que picaban precisamente para arriba. El caso es que no subió el mítico Stelvio, uno de los puertos más bonitos y duros de Europa, porque lo impidió la nieve, pero se desplazó hasta el cercano Mortirolo y se plantó en la cima con la bici eléctrica. Capaz de contar mil anécdotas, jatorra, con carisma, Perurena era de esa clase de personas que te caían bien aunque no hubieras tratado nunca con él. Sólo había que escucharle con su voz grave o leer las historias que contaba de un deporte siempre ligado a la épica, más antes que ahora, que se calcula todo al milímetro. 156 victorias de profesional están al alcance de muy pocos. Un mito.

viernes, 2 de junio de 2023

Coldplay

Abro paraguas por si acaso atacan los odiadores. Me gusta Coldplay. Qué digo gustar, me encanta. También me gusta escuchar a Benito Lertxundi, Frank Sinatra, U2 (que también tiene su tropel de odiadores), Itoiz y Janus Lester. La música es como los colores. Unos te pirran, otros no te dicen nada y algunos los aborreces. En los últimos años se te echan encima los apóstoles de la corrección musical si dices que te gusta la música de Coldplay o la de U2. Hace años que U2 no publica un tema de esos que se convierten en himnos y Bono se ha convertido en una especie de embajador del mundo mundial. De acuerdo. Pero te pones a escuchar cualquier canción del U2 de los 80 y 90, y le da mil vueltas a los temas que encabezan hoy las listas de éxitos. Coldplay es de otra galaxia. Sus directos son una combinación de música y show casi a partes iguales. Un mayúsculo espectáculo en el que las canciones se acompasan con la imagen multicolor que se crea en la pelouse y las gradas con las pulseras que recibe cada asistente en la entrada al estadio (y que hay que devolver a la salida). Como se estila en los cines, un espectáculo para todos los públicos, muy visual, con unos efectos de imagen y sonido apabullantes. Dos horas que pasan volando, inolvidables, de una banda que cumple de sobra y más las expectativas que genera.