Después de oír en directo Where the streets have no name, uno da por amortizados los 62,5 euros que costaba la entrada y, si me permiten la exageración, se puede morir tranquilo. Puro espectáculo. No se bañaron en la playa de Ondarreta, ni se fumaron 20 canutos en el escenario, ni se han caído de un cocotero durante sus vacaciones, ni se han bebido hasta el agua de los floreros del hotel María Cristina, ni han comido ni cenado en nuestros templos gastronómicos. No serán candidatos al Tambor de Oro, ni falta que hace. Y vale, sobre el escenario, salvo al que sus detractores (muchos) apodan El Mesías, son sosetes. Muy profesionales, pero sosetes. Y ofrecen contenido y mucho continente, mucho papel de celofán con imágenes para envolver sus canciones y sus mensajes solidarios. Pero son puro espectáculo, aunque algunos casi tengamos que dar explicaciones sobre por qué nos gusta su música y, sobre todo, sus directos. Quizás tiene razón Juan G. Andrés, que anteayer escribía en estas mismas páginas que llevan varios años dando vueltas a un mismo espectáculo sin encontrar su camino. Es posible. Mi registro musical apenas recuerda un puñado de piezas interesantes en sus dos últimos trabajos. Pero sus directos son acojonantes. Ah, ¿que son todo iguales y no improvisan ni los discursos? Ni idea. En toda mi vida he visto sólo dos de sus conciertos (el de 1992 me pilló con el pie cambiado) y eran distintos. Para ver conciertos idénticos ya están los frikis que les siguen allá donde actúen. Larga vida a U2.
jueves, 30 de septiembre de 2010
viernes, 24 de septiembre de 2010
Amatxis canguro
Una reciente encuesta del Imserso ha revelado que la mitad de los abuelos se encarga cada día de sus nietos y que dedican a este cometido una media de seis horas diarias (6,2 horas las mujeres y una hora menos los hombres; se ve que en esta tarea también cojea la igualdad). Vistos los datos, se diría que nuestra generación ha esclavizado a amatxis, atatxis, amonas y aitonas. Y, la verdad, no hay más que ir a parques y lugares de ocio infantil para comprobar que la estadística no miente. No sé si son la mitad, un tercio o el 60%. Sólo sé que son muchos, muchísimos, los aitonas y amonas que cuidan de niños y no tan niños mientras los padres se ganan las alubias, mayormente porque conciliar la vida laboral y familiar en este país es misión imposible. Diría más. Hasta está mal visto (envidia cochina) que el hombre se tome una excedencia para cuidar de sus hijos. Que lo hagan los nórdicos nos parece de cine, pero que se aplique aquí es otro cantar. Así que tiramos de la manta de los abuelos hasta tapar todas las horas posibles. Y cuando el cuidado de los nietos se convierte en una obligación, mala cosa. Algo está haciendo mal esta generación que necesita un monovolumen para la familia (da igual que sean 3 o 5) cuando hace nada cabían el padre, la madre y cuatro hijos en un Renault 12. Y algo marcha mal cuando abusamos de la generosidad de nuestros mayores para convertirlos en canguros. PD: El euro que faltaba estaba en unos cuantos sitios, pero no se lo había quedado Hacienda.
jueves, 16 de septiembre de 2010
¿Dónde está el otro euro?
Hoy estoy vagoneta, holgazán, remolón, gandul, que dicen por la Ribera navarra, más ocioso que Bubú y el oso Yogi en el parque de Yellowstone. Así que completaré este privilegiado espacio, pero gastando pocas neuronas. Yo escribo y ustedes piensan, amigos. He aquí una historia que encierra un enigma. Sólo hay que encontrarlo. Tres amigos van a cenar a un restaurante. Al acabar de dar cuenta de las viandas, piden la cuenta al camarero: "Camarero, ¿nos trae la cuenta, por favor?", solicita uno de ellos. Al poco rato regresa el camarero a la mesa. "Son 30 euros, caballeros". Cada uno de los amigos pone 10 euros. Cuando el camarero va a meter el dinero en la caja registradora, el jefe le ve y le dice: "Esos son amigos míos. Cóbrales 25 euros". El camarero se da cuenta de que, si devuelve los cinco euros, puede haber un lío de cuidado para repartirlos, así que decide lo siguiente: Él se quedará con dos euros y les devolverá a los comensales tres euros, uno para cada uno. A los pocos minutos, regresa a la mesa y devuelve un euro a cada uno de los amigos. Es ahora cuando llega la confusión. Si cada comensal puso 10 euros y les devuelve 1 euro, realmente cada uno de ellos ha puesto 9 euros. Es decir, 9x3= 27 euros. Si añadimos los dos euros que se ha quedado el camarero nos sale 27+2=29 euros. Y eran 30 euros. ¿Dónde está el otro euro?
viernes, 10 de septiembre de 2010
Transición
Aseguraba el otro día un columnista que septiembre es un mes de transición. Discrepo, compañero. Será que el colega periodista escribía desde el Gran Bilbao, y allí lo tienen todo tan encarrilado que se toman estos 30 días a modo de inventario. Por estos lares septiembre es un mes frenético. Y no lo digo sólo porque los infantes vuelvan a clase. Septiembre ofrece un menú que es como para pillarse unas vacaciones sin salir de nuestro eje norte-sur-este-oeste, o lo que es lo mismo, Donostia-Arrasate-Irun-Eibar. El domingo pasado disfrutamos con el aperitivo de la primera jornada de regatas en La Concha y durante esta semana tenemos el entremés del Alarde de Hondarribia, la Euskal Jaia de Ordizia, las Euskal Jaiak de Zarautz y Donostia, y para acabar, la segunda y, se supone, apoteósica segunda jornada de traineras en la bahía. Por el camino se nos ha caído el partido de Anoeta entre el Biarritz Olympique y el Stade Toulousain, actual campeón de Europa de rugby. Pero a la vuelta de la esquina tenemos otro de esos fines de semana de atracón. El viernes 17 arranca el Zinemaldia, horas después llega el Madrid de Xabi Alonso a Anoeta y ese mismo fin de semana se espera a Julia Roberts. El sábado 25 terminará la pasarela de estrellas y cinéfilos y al día siguiente llega a Anoeta (epicentro de todo), U2. Para acabar la traca, el día 28 Donostia conocerá si pasa el corte en la carrera a esa meta del olimpismo cultural que llaman capital europea de 2016. Y dicen que septiembre era un mes de transición.
viernes, 3 de septiembre de 2010
Fignon
Acongoja ver una escena que se produjo en France 2 en la última etapa del pasado Tour, cuando el pelotón enfilaba hacia los Campos Elíseos de París (está colgada en YouTube). Un mandamás de la redacción de Deportes de la televisión gala acababa de dar las gracias a Laurent Fignon por haber intervenido en todas las retransmisiones de la ronda, pese a que el cáncer de páncreas ya le carcomía las entrañas. El fallecido ciclista, que por efecto de la enfermedad comentó las etapas con la voz rasgada, como si fumara diez paquetes de tabaco diarios, quiso agradecerle el gesto, pero se derrumbó entre lágrimas. Era su último Tour, la carrera que tanto le había dado y tanto le había quitado. Hay en la escena varios segundos de silencio (esos silencios tan clásicos de las retransmisiones ciclistas) que hablan por sí solos. La muerte de Fignon me ha pillado la misma semana que he acabado de leer No querían ganar (Saga Editorial), un delicioso relato de Jorge Nagore, columnista de este periódico, sobre el Tour de 1983, precisamente el primero que ganó el campeón francés. Un ciclismo de otros tiempos, sin televisión en directo a este lado de los Pirineos ni pinganillos... pero que ya arrastraba algunos de los problemas que sufre hoy. El dopaje, por ejemplo, con la diferencia de que entonces se castigaba al corredor pillado con diez minutos de penalización en la clasificación general y un mes de sanción que podía elegir entre los doce del calendario, y ahora le caen dos años. Entonces eran los anabolizantes y las anfetaminas; hoy es la EPO.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)