Sam Cane, capitán de Nueva Zelanda, vio la tarjeta amarilla a los 28 minutos de la final del Mundial de rugby del pasado sábado. Cinco minutos después, previa supervisión del TMO (que en el rugby es el equivalente al VAR del fútbol), la tarjeta amarilla pasó a ser roja y fue expulsado porque en la revisión de las imágenes consideraron que, al golpear con un hombro en la mandíbula a un jugador de Sudáfrica, hubo “un alto grado de riesgo para el rival”. Más allá del debate que hay en el rugby sobre cómo el videoarbitraje está condicionando un deporte esencialmente de contacto, me quedo con la actitud de Cane. Ni un solo gesto de reproche al árbitro. En el rugby, lo excepcional es que un jugador proteste una decisión. Como estamos acostumbrados a que en otros deportes se monte un pollo con cada acción polémica, a los espectadores esporádicos, como yo, nos llama la atención el código de buenas prácticas que se maneja con el balón oval de por medio. Los valores predominan por encima de todo. El Mundial ha dejado un puñado de gestos de deportividad, como la visita de los ingleses al vestuario de Chile para beber todos juntos unos botellines de cerveza después de que los británicos arrasaran a Los Cóndores (71-0). Y, por supuesto, en las gradas las aficiones se mezclan. Ni un solo incidente en los 48 partidos del Mundial. Definitivamente, el rugby juega en otra liga.
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