La última vez que el fontanero vino a casa, sacó un aparato de la caja de herramientas, lo puso en el suelo, se encendieron unas lucecitas y el artilugio midió los metros cuadrados que tenía el baño. Maravilloso. Mi padre no sé si fue mucho a la escuela, pero tenía una enorme facilidad para las multiplicaciones, divisiones, sumas y restas. Las resolvía en un ti ta. Cuando entraba en una habitación porque había que preparar un presupuesto para pintar, echaba un vistazo y, a ojímetro, calculaba los metros cuadrados que tenía la estancia. Por si acaso, yo, que le acompañaba con una libreta como si fuera un pinche, apuntaba luego las medidas que tomábamos metro en mano. Una vez apuntados los metros cuadrados, calculaba cuántos litros de pintura harían falta. 30 litros eran una tina, en un argot que no sabría descifrar. Como no existía el teléfono móvil, los trabajos se los encargaban llamando al teléfono de casa de las 13.00 a las 14.00 horas, cuando se paraba para comer, y a partir de las 18.00, cuando se acababa la faena diaria. Luego estaba el carpintero, para quien la hora de la comida era sagrada (la siestita de diez minutos también) y no cogía el teléfono aunque sonara cien veces. De hecho, lo dejaba descolgado. Hoy, como todo lo queremos a la voz de ya, vemos a pintores, carpinteros, electricistas, albañiles y demás gremios colgados del pinganillo, atendiendo llamadas en plena faena intentando llegar a todo con el agua al cuello. Otros tiempos, otras prisas.
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