En nuestros tiempos universitarios, la mayoría de carreras tenían una duración de cinco años.
Medicina era y sigue siendo una excepción (son seis años), pero
Ciencias de la Información, que así se llamaba lo que comúnmente conocemos como Periodismo,
eran cinco. El Plan Bolonia redujo las carreras a cuatro años y empezaron a brotar los másters
como setas. A riesgo de pecar de razonamiento simplista, un máster
viene a ser aquel quinto año que se eliminó, con la diferencia de
que el estudiante elige ahora en qué materia se quiere especializar.
El máster es opcional y supongo que, como en botica, los hay buenos, regulares y pésimos.
Las universidades, sobre todo las privadas, han encontrado en los
másters un filón que explotan hasta la saciedad. Como te descuides
y rellenes un formulario mostrando interés por un máster, te
bombardean con correos electrónicos y llamadas de teléfono,
cual comercial que te vende un seguro de vida, un móvil o un
descuento en la factura de la luz y el gas. Unas prácticas en las
que no importa tanto el contenido del máster sino el componente económico:
cuánto cuesta y cómo lo puedes pagar. Incluso, ¡oh sorpresa!, te
ofrecen pagarlo en cómodas cuotas con un banco amigo. La
educación convertida en un mercado persa.
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