El Tour de Flandes es para un aficionado al ciclismo lo que la Meca para un musulmán. Hay que ir al menos una vez en la vida. Explicaba hace unos días Tomas Van den Spiegel, exjugador de baloncesto del CSKA, entre otros clubes, y hoy consejero delegado de Flanders Classic, la sociedad que organiza las clásicas ciclistas de Flandes, que De Ronde van Vlaanderen (el nombre oficial de la carrera), es su "tesoro nacional". Es algo más que una prueba deportiva porque forma parte de su identidad cultural. Alrededor del Tour de Flandes se monta un espectáculo sin parangón en una carrera de un día. La víspera se organiza una marcha cicloturista con cuatro distancias (230, 180, 130 o 75 kilómetros) que atraviesa los míticos muros por los que un día después circula el pelotón profesional, tanto masculino como femenino. Todo el recorrido está jalonado de enormes txosnas y se calcula que un millón de personas presencian el paso de los ciclistas. Un periodista deportivo curtido en la cobertura de numerosos Tours, Giros, Vueltas e Itzulias me confesó hace unos años que nunca había visto nada igual. Aquí, en Euskal Herria, también vivimos el ciclismo como una religión pero el cicloturismo como atractivo turístico no está ni siquiera en la línea de salida.
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