Ni fumo, ni he fumado en mi vida ni creo que vaya a hacerlo en los próximos siglos. Supongo que a esta edad uno está para otros vicios. Las pocas veces que de chaval probé a dar un par de caladas, además de parecer un patán, casi me quemo las cejas. Y, recurriendo a la jerga del modernismo, quedaría muy cool si dijera que no fumaba cigarros pero sí canutos, pero tampoco. No he probado un porro en mi vida. Txintxua que era uno. Kalimotxos todos, pero cigarros ninguno, y pastillas solo para la tos. Que uno no fume, no quiere decir que no haya convivido con el humo del tabaco. Durante años, un excompañero de trabajo se trajinó Roslis para dar y tomar. Frente a la pantalla del ordenador, fumaba un purito tras otro como un descosido. Nunca me molestó. Más que el propio humo, me incomodaba el olor, la peste que me llevaba yo a casa (he sido siempre de oler a suavizante Mimosín) transportada en jerseys, niquis y cazadoras. Aquel excompañero dejó el vicio hace ya un tiempo, como también lo han hecho varias personas con las que trato a diario. Como no he fumado, no sé qué se siente al dejar el hábito. Supongo que bienestar físico y, dicen, más apetito. Alabo la capacidad de sacrificio de quienes se han retirado del vicio. Tiene que ser bien jodido. Ahora que estamos a las puertas de que los fumadores se conviertan en los nuevos apestados de esta sociedad, no estaría de más reconocer a quienes han franqueado la complicada cortina del humo y ya no acuden al estanco.
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