Del maremágnum de declaraciones, sentencias y discusiones del rocambolesco caso Contador es complicado obtener una conclusión que no te lleve a una duda. Quizás lo único que se saca en limpio es que el ciclista dio positivo en un control antidopaje y no ha podido probar su inocencia. A partir de ahí, el caso presenta tantas aristas que resulta casi inabarcable. Si habláramos de justicia ordinaria, seguramente todo sería más sencillo de analizar. Tratándose de justicia deportiva, y en concreto de ciclismo, todo es más enrevesado. Primero, porque el pelotón se rige por un código distinto al resto. Ante un tribunal corriente, uno es inocente hasta que un juez no demuestre lo contrario. En el caso del ciclismo, el corredor debe probar que es inocente. A esta anomalía se suman las condiciones que impone la UCI a sus asociados -el ciclista debe estar localizable 24 horas al día y 365 días al año para ser sometido a controles antidopaje- y la desproporción entre los castigos. Porque no es lo mismo un positivo por EPO, que se inyecta conscientemente para mejorar el rendimiento, que uno por picogramos de clembuterol que, se supone, están camuflados en complementos alimenticios. A distinta conducta le corresponde idéntica pena: dos años de suspensión. Y lo que ya no tiene un pase es que a Contador, y a cualquier otro corredor, se le anulen todos los triunfos habidos y por haber. Una cosa es que le apeen del podio del Tour en el que dio positivo y otra distinta que le quiten el Giro sin hallar una sola muestra de sospecha.
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