El 8 de septiembre de 2019, el surfista brasileño Italo Ferreira vivió una odisea para clasificarse para los JJOO de Tokio. De camino a la clasificatoria que se celebraba en Japón, le robaron el pasaporte, perdió el vuelo y su nuevo viaje se retrasó por un tifón. Llegó nueve minutos antes de que empezara la prueba. Compitió en vaqueros y con una tabla que no era la suya. El martes logró la medalla de oro. Con ocho años, Rose Nathike Lokonyen huyó de la violencia en Sudán del Sur y creció con su familia en el campamento de refugiados de Kakuma, en Kenia. En este lugar ganó descalza una carrera organizada por el COI. Hoy corre en Tokio los 800 metros lisos. Artur Dalaloyán, gimnasta ruso de 25 años, compite con los dos talones vendados. En mayo se rompió parcialmente el talón de Aquiles. El pasado lunes ganó el oro por equipos con el Comité Olímpico Ruso (ROC, en sus siglas en inglés), la selección sin himno ni bandera (cuando ganan un metal suena el Concierto para piano número 1 de Tchaikovsky) como castigo por su laxitud con el dopaje. Más allá del oro, la plata y el bronce, los JJOO están plagados de historias de superación y sacrificio. Historias lejanas e historias cercanas, como las de Maialen Chourraut y Ander Elosegi, deportistas ante los que solo nos queda quitarnos la txapela. Zorionak!
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