Dicen quienes nunca han acudido a presenciar una etapa del Tour en los Pirineos o en los Alpes, que les resulta incomprensible que miles de personas duerman al lado de la cuneta durante más de 24 horas para ver pasar a 180 tipos sufriendo como condenados en cuestión de minutos. Yo, si tuviera sesentaintantos, haría como las decenas de jubilados de toda Europa que se montan en una autocaravana el primer día del Tour y se marchan a casa cuando el pelotón ha atravesado la meta de París. O sea, que vería el Tour en directo todos los días, aunque sea para disfrutar del paso del pelotón en un plis plas. Me enrolaría con todos esos forofos del Tour, a pesar de los pesares. A pesar de la UCI, de los organizadores del Tour (qué papelón el de Bernard Hinault, que se negó a subir al podio mientras Michael Rasmussen fue líder), de los (pocos) ciclistas tramposos, de los (pocos) médicos que recurren a métodos ilegales y de los hipócritas que critican en el ciclismo lo que no censuran en otros deportes. Porque, si hacemos una extrapolación de los casos, ¿invitaría una Liga de fútbol profesional a un equipo a abandonar la competición porque uno de sus jugadores se ha dopado? ¿Le forzaría a retirarse en plena competición porque ha mentido? Nadie pone en cuestión que el ciclismo necesita una catarsis, pero de ahí a considerar que los corredores están todo el día colgados de una jeringuilla, va un trecho. Pero para entender los problemas que afectan a este maravilloso deporte, pasen a la página 45 de este periódico y lean el excelente artículo del doctor José Manuel González Aramendi.
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