Salvo hecatombe, Bradley Wiggins se convertirá el próximo domingo en el primer británico que conquista el Tour. Suena raro, tan raro como si hace quince años nos dicen que un piloto español iba a proclamarse campeón del mundo de Fórmula Uno. Porque, excepciones al margen, ni en un caso ni en el otro había una tradición que reforzara este triunfo hasta entonces (ahora) inédito. Los británicos nunca han pintado mucho en el ciclismo en ruta y los españoles eran absolutos desconocidos en los circuitos del Gran Circo. Globalización le llaman. Globalización incompleta, habría que añadir, que será total cuando, por ejemplo, la selección de balonmano de Holanda gane un Mundial, un nadador negro consiga la medalla de oro olímpica en los 100 metros mariposa o un atleta blanco sea el primero en los 100 metros lisos de unos Juegos. Pero volvamos a Wiggins, que no solo va a ser el primer británico en subirse a lo más alto del podio de los Campos Elíseos, sino también el primer pistard que lo consigue. Lo nunca visto en un Tour más bien sosete, que atrae a las masas de este y otros continentes, pero no tiene tanto atractivo como el Giro. Wiggins ha ganado a lo Indurain, arrasando en las contrarreloj y defendiéndose en la montaña, que la ha habido, y dura. Y ha ganado apoyado por un equipo, el Sky, que en tres años ha culminado su proyecto de ser una referencia en el pelotón. Hace años que los anglosajones han hecho del ciclismo algo más que un campo de pruebas. Han pasado de espectadores a protagonistas. Globalización del deporte se llama.
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