Primero lo llamaron desaceleración, luego devino en recesión y al final llegó la crisis. El crecimiento económico negativo (es mi eufemismo favorito) que sufrimos desde 2008 no solo es tangible con esa ensalada de negras cifras que pueblan las páginas de la sección de Economía. La crisis ha traído consigo una vuelta de tuerca del lenguaje que utilizan políticos, economistas, patronal y analistas. Así, los despidos masivos de plantilla han pasado a ser reajustes de personal, los recortes se disfrazan de reformas, a la amnistía fiscal le denominan proceso de regularización de activos ocultos, a la otrora suspensión de pagos le llaman concurso de acreedores (queda más fino), la bajada de sueldos se traduce como una devaluación competitiva de los salarios y el incremento de los precios se solventa con una modificación tarifaria. El caso es maquillar las decisiones impopulares con palabras que no se entienden ni recurriendo al María Moliner. Hay un concepto, sin embargo, que no se ha disimulado con palabras que nos resultan extrañas: paga extra. Quizás porque no ha cambiado su significado, aunque ahora nos traten de vender que es una nómina que nos cae del cielo, una especie de incentivo que recibimos porque en Navidad todo el mundo es bueno. Pues va a ser que no. La paga extra forma parte del sueldo íntegro que percibe cada trabajador, que en algunos casos puede acordar con su empresa que su salario se abone en doce, trece, catorce o las nóminas que sean. Parece una perogrullada, pero conviene recordarlo en estos tiempos de contracciones económicas. Pues eso, que al pan, pan, y al vino como locos.
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