Cada seis minutos muere un niño en Somalia por el hambre y la sequía que asola a este país africano. Cada seis minutos un gilipollas descorcha una botella de Moët Chandon (a 200 euros la pieza) en el local más pijo de Marbella para rociársela a las chicas que bailan a ritmo del dj alrededor de la piscina. La estupidez humana es insuperable, amigo Sancho. Unos se mueren mientras a otros les importa dos pimientos la tragedia que se vive en el Cuerno de África. Se suele decir que uno no es consciente de un problema hasta que no lo vive en sus propias carnes. No es el caso. Basta ver las imágenes o escuchar los testimonios que llegan desde el campo de refugiados de Dadaab, en Kenia, para hacernos a la idea del drama que sufren cientos de miles de personas, la mayoría mujeres y niños, debido a la peor sequía en los 60 últimos años y a la guerra, siempre las guerras. Ayer, Lourdes Collado, de Save the Children, relataba en la Ser que cada día llegan al campamento 1.200 personas, la mitad de ellas niños esqueléticos. "Trabajamos para que vivan. Hay algunos que llegan con lo puesto, después de estar más de 20 días caminando", decía la cooperante. En Dadaab, un campo construido en 1991 para acoger a 91.000 refugiados, se hacinan hoy más de 450.000. La hambruna en Somalia es desgraciadamente un capítulo, otro, de un continente tan olvidado como desconocido. Por no saber, no sabemos ni poner Somalia en el mapa o, como decía ayer un tuitero: "Hemos creado un mundo demasiado grande para enviar alimentos de un país a otro, pero muy pequeño cuando se trata de lanzar bombas".
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