cuanta más cercana es una
barbarie, más nos horrorizamos. Es parte de la condición humana. Una
matanza de doce personas en París, a 800 kilómetros de casa, a poco más
de cinco horas en tren, nos hace removernos en nuestros sofás. Una
masacre contra 300 kurdos en Siria pasa desapercibida para el común de
los mortales. Si los yihadistas del Estado Islámico rebanan el cuello a
un occidental, nos alarmamos, compadecemos a la víctima y a sus
familiares, y la imagen da la vuelta al mundo. De Australia a Alaska. Si
una explosión en un mercado (cuántas veces lo hemos escuchado en la
radio) provoca 45 muertos, pongamos que en Faluya, pasamos página. A
otra cosa, mariposa. Ni siquiera nos preguntamos quién ha sufrido tal
barbarie. Sucede lejos de nuestras conciencias. En Siria, en Pakistán,
en Irak, en Nigeria o en Afganistán. No vale lo mismo una vida en
Londres que en Damasco. Ocurre que a veces ni siquiera sabemos quienes
son las víctimas de tanto fanatismo. En el fondo, no nos interesa.
Sucede a miles de kilómetros. Hay muertos de primera, de segunda y de
quinta categoría. De estos, de los de quinta, hubo 17.958 víctimas
mortales por atentados terroristas solo en 2013, según un informe del
Instituto para la Economía y la Paz. Escalofriante.
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