cuando Laurent Jalabert
ganó la etapa de los Lagos de Covadonga en la Vuelta de 1994, pusimos
cara de asombro, le cubrimos de elogios y comprobamos con sorpresa que
un esprinter podía vencer en una cima mítica. Un excelente llegador y
mejor corredor de clásicas y vueltas de una semana se convirtió más
tarde en ganador de la propia Vuelta en 1995 e incluso en campeón del
mundo de contrarreloj en 1997 en Donostia, a escasos metros del lugar en
el que escribo esta líneas, en la avenida de Tolosa. Jalabert, el
ciclista con mote de risa (Jaja), despertaba más simpatías
fuera de Francia que en su patria hasta que en sus dos últimos Tour
logró el maillot de la montaña y se despidió de manera triunfal.
Jalabert se retiró en 2002 y ahora, once años después, hemos conocido
que unos controles realizados en 2004 detectaron EPO en la orina
(previamente congelada) del ciclista galo en el Tour de 1998. Otro ídolo
caído en una lista que amenaza con ampliarse cuando el próximo 24 de
julio una comisión de investigación del Senado francés publique la
relación de positivos de aquel Tour conocido por el escándalo del
Festina. Con el riesgo de que los hechos contradigan mis palabras, me
atrevo a decir que los casos de dopaje han provocado un borrón y cuenta
nueva. Cada vez hay menos tramposos, aunque seguirán surgiendo casos, y
en cierta manera el ciclismo se ha humanizado. Vuelve a haber pajarones (ayer mismo, con Richie Porte) y no vemos con perplejidad a un Don Nadie que gana, logra un buen contrato y luego desaparece.
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